El Alto Precio de la Vanidad
Miguel vivía para lo extravagante. Respiraba la seda y el brillo de las prendas en su boutique de novias de lujo, y juzgaba a cada alma que cruzaba el umbral por su reflejo en el piso de mármol pulido. Era una criatura de puro materialismo, y esa tarde, su mirada crítica se posó en la puerta.
Entró una señora llamada Encarna. Ella no era su clienta típica. Su ropa era anticuada, su peinado desaliñado; nada que susurrara “alta costura.” Pero Encarna nunca había buscado el brillo superficial; valoraba el resplandor interior. Había decidido que, para su boda, se permitiría una gran indulgencia.
Al verla, Miguel la había desestimado sin pensarlo dos veces, su crueldad silenciosa pero absoluta. Prácticamente la había condenado a la tienda de segunda mano. Incluso cuando Encarna confrontó su prejuicio con calma, pidiéndole respeto como persona mayor si no como clienta, él apenas le había gruñido una respuesta.
Una Nueva Llegada, Un Patrón Familiar
En ese momento tenso, la campana sobre la puerta sonó. Entró otra mujer: joven, impecablemente elegante, y que irradiaba la clara aura de riqueza. Esta sí era la clienta de Miguel. Se levantó al instante, abandonando a Encarna y pegando una sonrisa profesional y exagerada en su rostro.
Lucía, al regresar, vio la desolación en los ojos de Encarna. Supo que Miguel había sido imperdonable. Corrió y se hizo cargo de inmediato, llevando a Encarna lejos de la vista desdeñosa de Miguel hacia los estantes llenos de sueños blancos.
“Me caso este verano y quiero darme un capricho,” explicó Encarna, animándose al sentir la genuina calidez de Lucía.
Lucía seleccionó varios modelos. Para su sorpresa, Encarna se sintió atraída por el vestido más elaborado y más costoso de toda la tienda, una columna reluciente de encaje y seda cosida a mano. Lucía, profesional y amable, no cuestionó su elección.
Mientras tanto, Miguel estaba ocupado con su cliente “ideal,” la joven elegante. Era un torbellino de energía, probándose casi ocho vestidos, girando, posando y tomándose interminables selfies frente a los espejos de cuerpo entero.
La Influencer y la Revelación
El entusiasmo forzado de Miguel comenzó a desmoronarse. Había pasado cuarenta minutos atendiendo cada capricho de ella, pero la constante toma de fotos sin ninguna discusión seria sobre la compra era agotadora.
“Disculpa, señorita,” dijo Miguel entre dientes, “Has probado casi ocho vestidos y te tomaste fotos en todos. ¿Cuál piensas llevar?”
La joven pausó su rutina de selfies, lo miró con un encogimiento de hombros casual y respondió: “Eh… en realidad, no creo que me lleve nada.”
La máscara profesional de Miguel se quebró, revelando pura estupefacción. “¡¿Qué?! ¿No pensabas comprar nada?”
“Tranquilo,” contestó ella con un guiño. “Entre tú y yo, solo necesitaba fotos para mis redes sociales. Contenido, ¿sabes?”
“¿En serio?” preguntó él, totalmente aturdido.
“¡Lo siento, tío!” dijo alegremente, dejando caer el vestido sobre un sillón y saliendo por la puerta.
La humillación le quemó las orejas a Miguel. Acababa de perder casi una hora atendiendo a una clienta falsa mientras ignoraba por completo a la genuina. Frustrado, se dio la vuelta, listo para desahogar su rabia, e inmediatamente se quedó petrificado.
La Transacción Final
En el mostrador de la caja, Encarna estaba junto a Lucía. El exquisito, el vestido más caro de la tienda, ya estaba doblado y guardado. Y sobre el mostrador, Encarna colocó una bolsa de papel grande, ligeramente arrugada.
Miguel observó, con los ojos como platos, cómo ella comenzaba a sacar fajos de billetes. Pila tras pila de dinero en efectivo. Estaba pagando por el vestido, la pieza de lujo más codiciada de la tienda, con dinero en mano.
Contó la cantidad exacta, cerró la transacción, y luego, antes de irse, sacó un puñado de billetes de €100 y se los entregó directamente a Lucía.
“—Ejem… vaya propina, señora,” balbuceó Miguel, su confianza evaporada, reemplazada por una energía frenética y nerviosa.
“¿Señora?” replicó ella fríamente, sus ojos fijos en los de él. “Hace un rato era ‘abuela.’”
“Oh, no, eso era… solo bromas. Si yo hubiera sabido que—”
“¿Si hubieras sabido qué?” lo interrumpió, su voz con un tono cortante de decepción. “¿Que no necesito ir a una tienda de segunda mano? Ya sabes lo que dicen de las apariencias, ¿verdad?”
Miguel ardía en una vergüenza profunda y candente. Había basado toda su conducta profesional en un juicio superficial y ahora estaba pagando el precio frente a su colega y la mujer a la que había insultado.
Encarna se volvió hacia Lucía, su sonrisa regresando, cálida y genuina. “Gracias, Lucía. Has sido encantadora. Nos vemos en la boda, ¿sí?”
“Por supuesto, Encarna. Fue un placer. Y gracias por la invitación,” respondió Lucía, todavía un poco aturdida, agarrando el grueso sobre de efectivo.
Encarna se despidió con un último gesto y salió, dejando a Miguel completamente mudo, tratando de procesar la magnitud de su error.
“Yo… no entiendo,” murmuró finalmente.
Lucía no pudo evitar reír, un sonido pequeño y triunfante. “Encarna es enfermera,” explicó. “Se casa con un viudo millonario al que cuidó después de un accidente terrible. Ni siquiera supo que era rico hasta que le dieron el alta.”
Miguel estaba aturdido y profundamente avergonzado. Lucía sonrió y le dio una palmadita en el hombro.
“Tómalo como una lección, Miguel,” dijo. “La próxima vez, piénsalo dos veces antes de juzgar a la gente.”
Ese verano, Lucía celebró con Encarna y su nuevo esposo en su inolvidable boda. La verdadera lección era clara: el prejuicio de Miguel le costó una oportunidad valiosa, una gran propina y, lo más importante, su integridad profesional. La elegancia de una persona rara vez se encuentra en su ropa, sino en el respeto que muestran a los demás, un respeto que Encarna dio libremente, y que Miguel solo ofreció por un precio.