La huida fue una neblina de terror y espinas. Mariam corrió hasta que le ardieron los pulmones y le sangraron los pies, aferrando a Nur con tanta fuerza que la niña apenas podía respirar. No se detuvo hasta que salió el sol y los sonidos de su pueblo quedaron muy atrás.
Encontraron refugio en un pueblo diferente, un lugar donde nadie conocía sus nombres, un lugar donde se podía inventar una historia. Y entonces, sucedió algo que Mariam tomó como una señal de Dios.
Semanas después de su huida, Nur cayó enferma con una fiebre intensa. Durante tres días, ardió. En la cuarta mañana, la fiebre cedió. Cuando Mariam le cambió la ropa, se quedó sin aliento.
Las alas habían desaparecido. La cola había desaparecido.
No había cicatriz. No había marca. Era como si simplemente… se hubieran disuelto. Replegado de nuevo en su cuerpo, un sueño terrible que se retiraba con el amanecer.
Mariam lloró, esta vez con un alivio desesperado y abrumador. Se acabó. La maldición se había roto. Su hija era normal.
Le dio un nuevo nombre, un nombre para esta nueva vida normal. La llamó Aisha, como su propia abuela, la única persona que le había mostrado amabilidad. En los registros oficiales de este nuevo pueblo, ella era solo “Aisha”. Sin alas. Sin cola. Sin pasado.
Pero su padre, Ibrahim, no era una maldición que pudiera borrarse tan fácilmente. Las encontró. Un mes después, apareció en su puerta, con el rostro demacrado por la vergüenza, o quizás solo por la inconveniencia. Juró que había estado loco. Juró que había estado poseído por el miedo. Rogó por el perdón.
Mariam, sola y aterrorizada, lo aceptó de nuevo. Pero el veneno que él había servido ese día había infectado su hogar, y nunca se fue.
Los años que siguieron no fueron felices. Fueron… silenciosos. Aisha creció en una casa sofocada por el silencio. Era una niña extraña. Tímida, callada y observadora. Sus ojos siempre parecían estar escaneando el cielo, como si buscaran algo que había perdido pero no podía recordar.
Se sentaba sola en la escuela, dibujando en los márgenes de sus cuadernos. Dibujaba imágenes interminables de pájaros con plumas imposibles, de criaturas con ojos brillantes y colas largas y curvas. Hablaba menos que los otros niños, y reía aún menos.
Y su padre… su padre nunca, jamás, la miró a los ojos. Ni una sola vez. No desde el día en que intentó envenenarla. Su presencia era un punto frío en cada habitación. Mariam trató de llenar el silencio con amor, pero el miedo siempre estaba allí, una tercera persona en su familia rota, una sombra que todos tenían que esquivar.
Aisha sabía, instintivamente, que ella era la razón de esa frialdad. Trató de ser perfecta. Trató de ser invisible. Pero siempre sentía que estaba esperando que algo se rompiera.
En una tarde fría, cuando Aisha tenía trece años, finalmente sucedió.
Caminaba a casa desde la escuela, con un escalofrío en el aire, cuando la golpeó una ola de mareo. El mundo se inclinó. Un dolor, agudo y cegador, le recorrió la columna vertebral. Sintió, como diría más tarde, como si su sangre se hubiera convertido en fuego. Se derrumbó a un lado del camino, su cuerpo convulsionando.
Mariam, que la había estado observando desde la ventana, gritó y corrió a su lado. Pensó que era un ataque, epilepsia, algo que podía nombrar. Comenzó a desabrocharle la camisa para ayudarla a respirar.
Y entonces se congeló.
Se le cortó la respiración. Su mente se quedó en blanco con un terror que no había sentido en diez largos años.
Dos líneas, profundas y de un rojo fuego, brillaban a través de la tela de la camisa de su hija. Estaban precisamente donde alguna vez habían estado las alas. Mientras Mariam observaba, paralizada, la piel a lo largo de esas líneas comenzó a pulsar, abultándose como si algo dentro —algo vivo— estuviera luchando por salir.
“No”, susurró Mariam. “No, no, otra vez no…”
Medio arrastró, medio cargó a su hija dentro de la casa, cerrando la puerta con llave, corriendo las cortinas, aislando al mundo. Su esposo, Ibrahim, estaba de pie en el umbral de la cocina. Vio las marcas brillantes en la espalda de su hija. Vio el terror en el rostro de su esposa. No se movió para ayudar.
En cambio, se sentó pesadamente en la mesa de la cocina y murmuró, con voz muerta: “Ha vuelto. La maldición ha vuelto”.
Esa noche fue una sinfonía de agonía. Aisha se retorcía en su cama, su espalda arqueándose, sus gritos ahogados por la almohada que Mariam le apretaba contra la boca. Suplicaba que parara. Le suplicaba a su madre. Suplicaba por la muerte.
En la habitación oscura y sofocante, su espalda se abrió.
La piel se rasgó con un sonido húmedo. La sangre empapó las sábanas. Y de las heridas abiertas y en carne viva, las alas emergieron de nuevo, no suaves y delicadas esta vez, sino cubiertas de sangre, esqueléticas y oscuras, desplegándose lentamente como sombras y humo. Eran más pequeñas de lo que recordaba de sus fotos de bebé, pero eran reales.
Cuando Mariam las vio, no corrió. No la golpeó. Simplemente se hundió de rodillas junto a la cama y lloró, sus hombros sacudiéndose. Su hija no se había curado. Todo había sido una mentira. Era diferente otra vez, y esta vez, fue violento.
Pero Aisha no solo era diferente. Estaba empezando a recordar.
A la mañana siguiente, débil y temblando, Aisha le contó a su madre sobre el sueño que había tenido durante la transformación, un sueño que se sintió más real que su propia vida. En él, una voz la había llamado por un nombre que no conocía.
“Hija de la Llama”, dijo. “Fuiste escondida para protegerte, pero tu tiempo está por llegar. No estás sola”.
Mariam la miró fijamente, su horror mezclándose con un extraño y aterrorizado asombro. “¿De qué estás hablando, Aisha?”
“No lo sé”, susurró Aisha, tocando la carne tierna y adolorida donde se asentaban las nuevas alas. “Pero creo… creo que no soy solo humana”.
Y las cosas solo se volvieron más extrañas a partir de ahí.
Las alas eran lo suficientemente pequeñas como para esconderlas debajo de una sudadera holgada, pero ella era diferente. En la escuela, otros niños comenzaron a notar que sus ojos, bajo la luz del sol, a veces parecían brillar con una luz azul antinatural. Un gato salvaje que siseaba a todo el mundo comenzó a seguirla a casa, sentándose tranquilamente en su regazo durante el almuerzo.
Sus dibujos se volvieron más intensos. Una mañana, dibujó un pájaro específico con plumas azules y doradas imposibles. Cuando se despertó al día siguiente, ese pájaro exacto estaba posado en el alféizar de su ventana, observándola.
Pero esa no fue la peor parte. La peor parte fue el miedo. Emanaba de su padre en olas palpables. Empezó a atrincherarse en su habitación por la noche. Comenzó a murmurar oraciones cada vez que ella pasaba.
Un domingo por la tarde, Aisha estaba barriendo el pequeño patio cuando los escuchó discutir. Su padre estaba gritando, su voz desgarrada por una especie de terror que sonaba a rabia.
“¡Está cambiando de nuevo, Mariam! ¡Las vi! ¡Esas… cosas en su espalda! ¡Es un monstruo! ¡Deberíamos haber acabado con ella cuando tuvimos la oportunidad! ¡Debería haberla obligado a beber el veneno!”
Y entonces, Aisha escuchó las palabras que destrozaron su mundo entero.
“¡Ni siquiera es nuestra hija!”, chilló su padre, su voz quebrándose. “¡Tú lo sabes! ¡No es una niña! ¡Es algo que tomó el lugar de nuestra hija en tu vientre! ¡Debería haberla quemado el día que nació!”
La escoba cayó de las manos entumecidas de Aisha.
No… es nuestra hija.
Corrió.
No miró hacia atrás. No gritó. Simplemente corrió, sus pies golpeando el camino de tierra lejos de la casa, lejos de la única vida que había conocido. Corrió hacia el bosque profundo y oscuro, las lágrimas nublando su visión, las alas a medio curar en su espalda goteando sangre por su camisa.
El bosque estaba frío y oscuro, pero no se sentía vacío. Se sentía como si estuviera esperando.
Finalmente se desplomó contra el tronco de un viejo árbol nudoso, su cuerpo temblando por la traición, por el dolor, por el frío. Era un monstruo. Su padre tenía razón. Ni siquiera era humana.
Y entonces, lo vio.
En medio del bosque, donde no debería haber nada, había un espejo.
No era un espejo normal. Era alto, ovalado y enmarcado en una madera oscura y cambiante que parecía humo petrificado. No reflejaba los árboles a su alrededor. La reflejaba a ella.
Pero no a la ella que conocía.
En el cristal, una chica la miraba fijamente, pero era diferente. Sus ojos no eran marrones; eran de oro fundido. Sus alas no eran pequeñas y ensangrentadas; eran enormes, poderosas, y brillaban con una luz oscura y aceitosa. Una cola larga y elegante se movía impacientemente detrás de ella.
Detrás de su reflejo, en el cristal, había otra figura. Un hombre. Era alto, y también tenía alas. Era hermoso y aterrador. Estaba en silencio.
Y entonces, él habló. Su voz no vino del espejo, sino de dentro de su cabeza.
“Estás despertando, Hija de la Ceniza. Has estado dormida demasiado tiempo”.
Aisha se arrastró hacia atrás, jadeando. Se dio la vuelta. No había nadie allí. El espejo había desaparecido.
Pero en su pecho, algo acababa de romperse. Algo antiguo. Algo furioso. Y algo… aterrador.
Porque las alas no eran lo único que regresaba.
Algo más —algo mucho, mucho más oscuro— estaba despertando dentro de ella.
Aisha no supo cuánto tiempo permaneció en el bosque. Podrían haber sido horas o un día. Los árboles susurraban, y por primera vez, sintió que los entendía. El frío la envolvió, no como un enemigo, sino como un viejo amigo. Su espalda palpitaba, pero el dolor era distante. Lo que sentía ahora era más profundo, una fragmentación de su identidad.
La voz del hombre resonaba en su mente. Hija de la Ceniza.
Finalmente regresó a casa, cubierta de barro, hojas y sangre seca. Su madre gritó cuando la vio, corriendo hacia ella, sus manos revoloteando sobre el rostro de Aisha, sus alas.
Su padre estaba congelado en la entrada. Sostenía una pesada Biblia, agarrándola con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Cuando Aisha pasó junto a él, su mano tembló y el libro cayó de su agarre.
“Deberías haberte quedado en ese bosque”, susurró, su voz temblando. “Ya no eres mi hija”.
Aisha se detuvo. Se dio la vuelta y lo miró. Por primera vez en su vida, no lo miró con miedo. Lo miró con… nada. Sus ojos, solo por un segundo, brillaron dorados. Sus alas ocultas se movieron, y unas pocas plumas oscuras cayeron al suelo.
Su padre retrocedió como si lo hubieran golpeado.
Esa noche, su madre se atrincheró con ella en la habitación de Aisha y le contó la verdad. La verdadera verdad.
“No naciste en ese hospital”, susurró Mariam, su voz temblando, sus ojos muy abiertos por el recuerdo. “Yo… mentí. Nunca le dijimos a nadie porque no podíamos explicar lo que vimos”.
Describió una noche de hace trece años, no en un hospital, sino en un pequeño pueblo remoto que ya no existía en ningún mapa. Ibrahim no había estado allí. Se había negado a ir, diciendo que “sentía que algo antinatural” estaba por suceder. Mariam había dado a luz en el suelo de una pequeña cabaña, y la cabaña se había… incendiado.
“Pero el fuego no te tocó”, sollozó Mariam. “Naciste… naciste con alas, Aisha. No suaves, como las que tienes ahora. Eran negras. Escamosas. Como las de un dragón. Y tu cola… se envolvió alrededor de mi brazo. Me desmayé. Cuando desperté, había una anciana de pie sobre ti, cantando. Dijo que no eras una maldición. Dijo que eras una ‘llave’. No entendí. Todavía no lo entiendo”.
Aisha permaneció sentada en silencio, su mundo girando sobre su eje.
“Pero la parte más extraña”, tembló Mariam, “esa anciana… simplemente… desapareció. Como humo. Y tú, Aisha… sonreíste. Minutos después de nacer. Sonreíste, como si supieras algo que ninguno de nosotros sabía”.
Aisha no pudo dormir esa noche. La casa se sentía como una jaula.
Salió sigilosamente a medianoche, al patio frío. Miró hacia las estrellas. Sus alas, impulsadas por un instinto que no entendía, se desplegaron. Dolían, pero se abrieron. Podía sentir el viento curvarse a su alrededor. No estaba lista para volar. Todavía no. Algo la retenía.
Un ruido repentino detrás de ella. Un raspado de metal. El olor abrumador y agudo del queroseno.
Se dio la vuelta.
Su padre.
Estaba de pie a diez pies de distancia, sosteniendo la lata roja de queroseno en una mano y un encendedor en la otra. Su rostro era una máscara de trágica y desesperada determinación, las lágrimas corrían por sus mejillas.
“Debí haber terminado con esto hace años”, susurró, su voz quebrándose. “No eres mi hija. Eres otra cosa. Lo siento cada vez que me miras. Me haces sentir… como si hubiera fracasado. No protegí a tu madre. No protegí nuestro hogar. Y ahora… esto. Tú”.
Destapó la lata y comenzó a rociar el queroseno a sus pies, creando un círculo oscuro.
Mariam gritó desde la ventana. “¡Ibrahim, NO! ¡POR FAVOR! ¡Esa es tu hija!”
“No”, susurró él, con los ojos fijos en Aisha. “No lo es”.
Encendió el encendedor. La llama surgió, pequeña y naranja.
La dejó caer.
El mundo estalló en llamas. Las llamas saltaron, un rugido de sonido y calor.
Pero el fuego nunca la tocó.
En un solo movimiento fluido que no sabía que poseía, sus alas se abrieron de golpe, envolviéndola como un escudo. El fuego golpeó contra ellas y rebotó. Sus ojos se abrieron de golpe, ya no marrones, sino llameantes de oro. El calor era tan intenso que marchitó la hierba a su alrededor, pero ella permaneció en el centro, intacta.
Y entonces, sucedió algo aún más aterrador.
El fuego se congeló.
No se apagó. Se detuvo, suspendido en el aire como una escultura dorada y parpadeante. Las llamas crepitaban, pero no emitían calor.
Aisha se miró las manos. Estaban brillando. Sus alas brillaban.
Había despertado.
No era solo una niña con alas. Era algo más.
Pero en ese momento de poder terrible y absoluto, su corazón se rompió. Porque se había protegido a sí misma… pero había perdido a su padre para siempre.
Él no solo estaba asustado. Estaba roto. La miró fijamente, al fuego congelado, a sus ojos brillantes, y se arrastró hacia atrás en la tierra, con la boca abierta en un grito silencioso. Se puso en pie tambaleándose y corrió, desapareciendo en la noche, sus oraciones y sollozos resonando tras él.
Aisha dejó caer el fuego. Siseó y murió sobre la hierba húmeda.
Esa noche, empacó una bolsa.
Besó a su madre llorosa. “Tiene razón, mamá. Sea lo que sea, no pertenezco aquí. Te estoy poniendo en peligro”.
“Aisha, no…”
“Te amo”, dijo.
Y caminó, sola, hacia el bosque. Ya no estaba huyendo. Estaba siendo llamada.
Pero lo que encontró en las profundidades de esos bosques… fue mucho peor de lo que había imaginado.
Porque la habían estado esperando.
Y no eran humanos.
El bosque no solo estaba oscuro. Estaba vivo. Respiraba. Se movía. Los árboles susurraban su nuevo nombre. Hija de la Ceniza. Caminó más y más adentro, sus alas pesadas y dolorosas en su espalda, su corazón una piedra fría. No sabía a dónde iba, solo que algo antiguo tiraba de ella.
Tropezó con un claro donde la luz de la luna pintaba la hierba de plata. En el centro había siete figuras con capuchas oscuras y pesadas, dispuestas en un círculo perfecto. A su alrededor flotaban orbes de fuego brillante y frío, suspendidos en el aire.
Aisha se congeló. Sus alas temblaron.
Una de las figuras dio un paso al frente. Era una mujer. Su rostro era pálido, sus ojos negros como el carbón. Su voz, cuando habló, era como música y polvo.
“Hija de la Ceniza. Finalmente has regresado”.
“¿Quiénes son ustedes?”, preguntó Aisha, su voz apenas un susurro.
“Somos los restos de lo que fuiste. Somos los ecos de lo que llegarás a ser”.
No respondieron sus preguntas directamente. No lo necesitaban. Mientras Aisha los miraba, recuerdos —que no eran suyos— destellaron en su mente. Un grito. Un cielo en llamas. Una espada de luz. Había vivido antes. No una, sino muchas veces. Y en cada vida, fue cazada.
“Tus alas nunca fueron una maldición”, continuó la mujer, acercándose. “Fueron tu sello. Tu protección. Y tu prisión. Fuiste escondida en carne para apagar tu poder”.
El círculo se abrió y guiaron a Aisha al centro. El suelo estaba frío, suave como la ceniza. Colocaron sus manos sobre sus alas, sus hombros, su corazón. Y entonces, comenzaron a cantar.
Las imágenes inundaron su mente. Su nacimiento en la cabaña en llamas. La anciana. Sus alas, negras y escamosas, envolviendo a su madre para protegerla de las llamas.
Aisha gritó mientras los recuerdos colisionaban. Sus alas estallaron hacia afuera, arrojando a dos de las figuras encapuchadas al suelo. Los orbes de fuego se volvieron de un azul eléctrico y giraron alrededor de su cabeza. Su cola, que había sido un muñón, se extendió a toda su longitud, poderosa.
Se elevó. Lentamente, levitó del suelo, sus ojos estallando en puras llamas doradas.
Lo recordó todo.
No era humana. Era una Guardiana. Nacida entre reinos, una protectora de la frágil frontera entre mundos. Había sido cazada, casi asesinada, y su poder “sellado” en esta forma humana, renacida, para esconderla de un antiguo enemigo.
Pero la habían encontrado de nuevo.
“Ya vienen”, dijo la mujer, su voz sombría. “Y esta vez, quemarán este mundo hasta los cimientos para llegar a ti”.
Aisha, ahora apesadumbrada por esta terrible verdad, regresó al pueblo justo antes del amanecer. Sus alas ya no estaban ensangrentadas y rotas; estaban veteadas de plata y se sentían como una parte de ella. Sus ojos contenían tormentas. Sabía que esta era su última visita a casa.
Su madre corrió hacia ella, llorando.
“Tu padre”, susurró Mariam, “se ha ido. Simplemente… se fue. Dijo que no podía vivir en el mismo mundo que tú”.
Aisha asintió, una lágrima silenciosa abriéndose paso por la mugre de su mejilla.
Pero el pueblo ya estaba despertando. Los susurros habían comenzado. Un niño señaló. Un adulto gritó.
Y entonces… la noche llegó temprano.
Una sombra cubrió el sol. No era una nube. Era una cosa.
Criaturas descendieron del cielo. No eran animales. No eran humanos. Eran bestias de sombra de ocho patas, con ojos como carbones encendidos y bocas como pozos de fuego. El cielo crujió con un sonido como un trueno mientras aterrizaban en los tejados, sus garras rasgando las tejas.
Los gritos resonaron por todo el pueblo.
Aisha se paró en la calle, frente a su pequeña casa, con las alas extendidas.
“Me siguieron hasta aquí”, susurró, su voz quebrándose. “Lo siento mucho, mamá”.
Antes de que Mariam pudiera responder, una de las bestias más grandes saltó desde un tejado, apuntando directamente a su madre.
Aisha se movió. No pensó. Se convirtió. Salió disparada por los aires, un cometa de fuego y luz. Su cola restalló como un látigo, cercenando una de las patas de la criatura. Sus manos formaron escudos de pura luz dorada. Luchó, no como una niña de trece años, sino como una guerrera de eras.
Pero eran demasiados. La estaban rodeando, haciéndola retroceder.
Y entonces, un nuevo grito.
“¡DEJA A MI HIJA EN PAZ!”
Su padre.
Corrió desde el borde del bosque, su rostro una máscara de furia paternal y primitiva. Sostenía un machete oxidado. Sus ojos no estaban en las alas de Aisha ni en sus ojos brillantes. Estaban en el monstruo que acechaba a su familia.
Aisha se detuvo en el aire, congelada por la conmoción.
Una de las bestias se volvió hacia él. Él no huyó. Levantó el machete y cargó.
Ni siquiera se acercó.
La criatura lo apartó de un manotazo, un movimiento casual y brutal. Golpeó un árbol y cayó, roto.
Aisha gritó.
Fue un sonido que no provino de sus pulmones. Provino de su alma. La presión del aire cambió. Un anillo de fuego puro y al rojo vivo explotó de su cuerpo, vaporizando a las tres bestias más cercanas y enviando a las otras chillando hacia atrás.
Luchó más duro, más rápido, cada golpe un sollozo, cada lágrima una flecha de luz. Pero no era suficiente.
Hasta que una voz habló en su cabeza. El hombre del espejo.
“Llámarlos”.
“¿Cómo?”, sollozó, esquivando una garra.
“Sangra”.
Se mordió la palma de la mano, con fuerza, y dejó que su sangre dorada y brillante cayera a la tierra.
El suelo tembló.
El espejo, el del bosque, apareció en medio de la calle. Resplandeció, y de sus profundidades humeantes, ellos salieron.
Otros. Como ella.
Hombres alados. Mujeres con cola. Niños con ojos de fuego. Un ejército.
Aterrizaron a su alrededor. Y se arrodillaron.
Su líder, el hombre del espejo, la miró, su rostro sombrío.
“Bienvenida de nuevo, Guardiana”.
Aisha se elevó por encima de ellos, sus lágrimas secándose, sus ojos ardiendo con un propósito nuevo y terrible.
Esta no era solo su lucha.
Era una guerra. Y acababa de empezar.